Introspección: extraña a la par que ambigua manía de andar rebuscando entre la basura que uno mismo acumula. ¿A qué huele? ¿Lo que huelo, realmente huele así? ¿Estoy oliendo la realidad de mi basura, o finalmente huele a lo que espero que huela? Son preguntas que siempre acaban acechándome cuando me sumerjo en semejante mar de mierda, no obstante, necesario a todas luces cuando me inunda la necesidad de intentar comprender mi caótico e inexplicable «estado».
Bien es sabido que el olor es uno de los estímulos más potentes para trasladarse rápidamente a un lugar y tiempo remotos. Así pues, comencé a indagar entre los desechos que aún conservaba de vivencias pasadas, desechos sobre los que hube de pasar con más o menos cuidado, en función del pestilente aroma que desprendiese su significado. Y es que, gracias al hediondo vapor que se coló en mi pituitaria prácticamente nada más comenzar mi viaje de autoinvestigación, tuve la suerte de encontrar un primer atisbo explicativo de mis males actuales: la certeza de una enfermedad, pasada y presente, que aún hoy se conecta con sus propios vestigios.
Después de más de un año y medio aquejada de un brutal, silencioso y latente mal físico, y sin obtener explicación alguna por parte de los médicos (más allá de remedios que tratan el síntoma, y no su causa), aún sigo preguntándome qué fue primero, si el huevo, o la gallina. ¿Los problemas mentales causan daños orgánicos? ¿O las enfermedades físicas generan males mentales? ¿Quizá ambas? ¿O es que ni siquiera existe eso que llamamos “físico”, por un lado y, “mental”, por otro? Aunque es esta una idea que tiendo a defender, sabía que ni mis propias convicciones, ni la disyuntiva entre la causalidad física, místico-mental o recíproca de mi estado, me iban a aportar información útil para poder ascender la montaña explicativa de mi situación. Lo único que quería conocer era la causa, el por qué, el origen de mis pestes… y la verdad es que al escribir esto, incluso, me siento estúpida por no haber comprendido desde el principio que ESO (EL por qué) no existe.
Así que decidí continuar mi empresa introspectiva buceando a un nivel de profundidad mayor al transitado hasta el momento. Olí aquí y allá, seguí todo rastro de basura y removí cada contenedor que encontraba a mi paso para obtener una muestra representativa de mi propio pasado. Así que acabé remontándome, a través del vertedero olfativo de mi cabeza, dos años atrás en el tiempo. Es curioso apreciar cómo, finalmente, toda nuestra vida parece resumirse en temporadas, como en las series de televisión. Miro atrás y solo puedo situarme a través de mí misma deteniéndome en pequeños periodos temporales, compactados, limitados y ajustados bajo etiquetas, como si fueran las categorías de un videoclub.
El caso es que llegué al punto (de no retorno) en el que se produjo un notable cambio en mi vida: lo había dejado con mi última pareja. Aquel momento, cómo no, la transición entre una temporada y otra, con la correspondiente renovación de personajes, giro argumental y nuevas perspectivas de futuro (así como de pasado), fue crucial para entender por qué a día de hoy mi nariz está saturada de mierda. Porque es la mala combinación de sustancias la que genera gases apestosos. Olores de descomposición. Olores que indican que algo no va bien.
Y una vez más… ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Hoy, y desde hace ya un tiempo, soy o quiero ser consciente de que mi ruptura estuvo justificada por mis ansias de cambio, de evolución, de no estabilidad, de renovación de mí misma. Por mis ansias de libertad, de futuro individual y colectivo. Por mis ganas de descubrir cosas nuevas, de poder elegir y hacer en cada momento lo que quisiera, sin tener la obligación (moral o emocional) de dar cuentas a nadie. Mi tiempo iba a ser solo mío, estaría a mi entera disposición. Quería estar sola, o eso creía; o eso creo. Quería estar sola, sola y bien. Pero esto es algo que solo hoy sé.
Los cambios nunca vienen solos y, menos, uno como aquel. Tras dos años de relación que, actualmente, percibo como al conejo que el mago saca de la chistera (nadie sabe de dónde cojones ha salido) y varios meses de caída libre en los que todo mi cuerpo pedía a voces algo que mi cerebro no alcanzaba a descifrar, acabé dando el paso final. Me lancé. Me atreví a tirar por la borda algo en lo que tanto esfuerzo había invertido voluntariamente. Me atreví a romper con la facilidad y la comodidad de la estabilidad; a rechazar el calor y la compañía cercana de alguien que me quería. Me atreví, pero no sabía cómo quería seguir. Y como el aprendiz que trabaja en sus primeras chapuzas, yo empecé a tratar con mi renovado futuro. A tratar muy torpemente. Desastrosamente.
La ruptura resultó ser fría, radical y desconcertante. No volví a saber nada del chico con el que había pasado los dos últimos años. No sabía si estaba bien, si estaba mal, si estaba. Yo le quería, o así lo sentía. Fue doloroso. Quizá lo encajé peor de lo debido. Supongo que no entendía cómo me sentía. Había sido mi elección, pero no sabía lo que quería. “No sabía lo que quería, pero sabía lo que no quería”. Definitivamente encajé todo peor de lo debido. De repente me encontraba ante un tiempo infinito que me obligaba a cambiar y crear hábitos. Elegí mal. Quizá elegí no elegir, que era lo más fácil. Siempre me ha gustado beber, y así pasaba mis fines de semana: etílica perdida, inconsciente. No sentía, no pensaba, no decidía. Tampoco hacía nada por hacer, por cambiar, por crear un nuevo horizonte hacia el que dirigirme. Me abandoné pasivamente a los placeres banales. Siempre he adorado los excesos puntuales, pero los excesos acabaron copando un año completo.
Ahora sé que el problema no fueron tanto los excesos como la pérdida de contacto con las aficiones que antaño me hicieron crecer, pensar, disfrutar y… ser quien ¿era?, ¿soy?, ¿fui? Abandono, dejadez, soledad, desesperación. No es de extrañar que con ésta tóxica pócima, ingerida de forma regular, se acumulase tal cantidad de mierda en mi interior. Parecía existir una sola dirección de salida de desperdicios: siempre circular y descendente. Mi vida parecía colarse por el desagüe del retrete, movida por esa fuerza circular que la imbuye hacia las alcantarillas.
No fue la ruptura, los excesos o la dejadez quienes causaron mi padecer. Fue la fatal combinación de cada uno de estos inofensivos aromas, cada paso dado después del anterior en la dirección equivocada, cada elección hecha y cada des-elección escogida, los que provocaron mi fatal devenir.
Dos años de vivencias que bien podrían compararse con una salida épica de desenfreno, sexo, drogas y nada de sueño durante 3 días. Mezclas extrañas, potentes, apetecibles al instante, aprovechables en el momento… despreciables al día siguiente. Dos años fugaces que están dejando la peor de las resacas en mi cuerpo y mi memoria. Dos años grabados a fuego en mi pituitaria, que aún huelen, que seguirán desprendiendo su apestoso olor y que me sumergen en un cenagal infinito, denso y complejo. Mi cuerpo está impregnado de su hedor; su hedor evoca a cada segundo sensaciones de mi pasado y mis pensamientos retroceden para situarme hoy, una vez más, en un lugar y tiempo de los que intento huir con todas mis fuerzas.
Pero estoy de resaca. No puedo moverme porque estoy destrozada. Me duele el pasado en el presente físico. Me vuelvo loca por una pizca de esa sustancia que me lleva a la felicidad, que no es otra cosa que el auto-compadecimiento por haber estado en la mierda tanto tiempo. Estoy de resaca, y parece que el mono victimista quiere que lo siga estando.