2012, bendita juventud

Para alcanzar la suprema libertad de espíritu, esa en la que la congoja es un término desconocido y aquella en la que los actos y los pensamientos no están restringidos por la ansiedad que producen las histerias, supersticiones y diversas irracionalidades sociales; hemos de eliminar las barreras que nos auto-limitan ante los demás.

Para desnudar nuestra alma, necesitamos desprendernos de toda nuestra cobardía, que no es otra cosa que el miedo a que rechacen nuestras ideas cuando estas resultan poco convencionales; superar los tabúes que nuestra cultura impone cuando nos obliga a caer en conversaciones bizarras que suelen acabar con el simplismo del «argumento de la radicalidad»; y, por supuesto, conseguir el mejor receptor posible, lo que suele acabar traduciéndose en «ese alguien especial».

Si, en mi opinión, los ingredientes necesarios para alcanzar la Libertad de espíritu son el valor y un receptor merecedor de nuestro desnudo que es, a la vez, el descubrimiento de nuestra propia alma, de nuestro yo más real y culto; el camino para alcanzar la Libertad social está dibujado por las encrucijadas en las que, constantemente, hemos de decidir sin mentir, o decir la verdad (siendo conscientes de que las verdades son, por definición, subjetivas). Por lo tanto, la Libertad social viene principalmente definida por la predisposición a la verdad radical.

Esto no es más que la generalización de la valentía necesaria para desnudarse ante alguien especial, llegando a ser capaz no solo de expresar los entresijos más íntimos de nuestro ser, sino de mostrar en todo momento la cara que habitualmente ocultamos bajo la máscara del miedo, sin importar lo oportuno o inoportuno del mensaje y, simplemente, plasmando la verdad de los pensamientos puramente humanos: fugaces, breves y tremendamente intensos; siempre al margen de lo social o lo políticamente correcto.

Un día cualquiera

Llegué a casa y lo único que quería era cenar. Aunque tampoco tenía mucha hambre. Me había tomado una cerveza y, entre pitos y flautas, se me habían hecho las 23:30.

Tras lavarme las manos fui directa a la cocina. Devoré unos cachos de embutido aleatorio, pero nada me podría producir más placer que pensar en las fresas con miel que me iba a preparar y deglutir a continuación. Comenzaba a quitarle el verdín a las primeras fresas cuando…:

-«La felicidad está en tus manos, tan solo en cuatro semanas podrás lucir una piel y joven y sin arrugas con nuestra crema Q10.».

-«Encuentra la diversión en la burbujeante y refrescante sensación que te dejará nuestra bebida.».

-«A veces un te quiero puede ser el mejor regalo; otras, lo es una tablet.».

Y allí estaba yo, conectando y desconectando de la realidad, conectando y desconectando de mi realidad, psicotizando de cuando en cuando y preguntándome por el cinismo que implica intentar, querer e, incluso, creer que llegaremos a ser felices en un mundo objetiva y perversamente podrido.

En situaciones como aquella, no puedo evitar pensar en la tozuda insistencia de algunos en crear para nosotros una existencia vacía. Nos vacían al nacer, robándonos cada minuto de la niñez para que necesitemos llenarnos de productos en cualquier estadio del futuro.

Vacían nuestra sesera o, quizá, escarban un profundo hoyo en ella para llenarlo de mentiras novedosas, fabulosas y excitantes asociadas a productos que no necesitamos. Productos caros que no dejan lugar a la emoción atada a la vida real, que esconden nuestras miserias y soterran la autocrítica, que nos mantienen atados al dinero y alejados de cualquier atisbo de cambio.

La vida perdida

Hace tiempo que la vida no nos pertenece. Dios nos dejó vía libre, se esfumó. Y nosotros, ingenuos, pensamos que nos habíamos librado del mayor de nuestros lastres, que habíamos conseguido desatarnos del principal hilo con el que nos dejábamos balancear por esta nuestra existencia.

Te despierta el sonido de la alarma del móvil y rezas a la nada por que ese sonido proceda de tu mente somnolienta. Pero a las pocas milésimas de segundo te resignas, y empujado por el hábito te calzas las zapitallas de andar por casa y vas a prepararte el desayuno.

Llegarás aún con alguna legaña al curro y, en el mejor de los casos, podrás invertir tu tiempo en hacer cosas relacionadas con eso que llaman “vocación”. Mucha gente habla de ella, pero creo que podría contar con los dedos de una sola mano a las personas que, de hecho, no trabajan, sino que viven por ella. En definitiva, después de invertir un tercio del día en “hacer cosas”, vuelves a casa.

Allí te esperará tu pareja, tus padres, tus compañeras de piso o nadie. En realidad poco importa. “Harás alguna cosa más”, como la cena, la colada o, incluso, dedicarle tiempo a un hobby, es decir, hacer “una-cosa-que-te-gusta” y… sí, se acabó. Se acabó el día. Pero tranquila, mañana tendrás la oportunidad de vivir otro exactamente igual.

Después de dormir ocho horas y trabajar otras ocho, tendrás tiempo para ti. Para ti y tu yo. ¿Que quién es el “yo”? Supongo que hoy en día poca gente lo sabe. Yo tampoco lo sé. Creo que el “yo” ya no existe, por eso la vida no nos pertenece. Quizá nunca nos perteneció.

El “yo” se diluye ante la rutina y se pudre en el hábito, tanto de lo bueno, como de lo malo. Ya no se hace preguntas porque nada le inquieta. Nada nuevo le interesa porque devora las evidencias de lo permanente, de lo estático y de lo cotidiano.

Pero de cuándo en cuándo resurge, como el ave fénix de sus propias cenizas. Regresa para decirte que se siente débil y perdido. Y te llora y no sabe qué quiere. Y siente melancolía por la vida. Porque sabe que ella existe, sabe que existe para sí, pero se ha vuelto tan débil que no puede poseerla. Y se frustra… y te grita para que hagas algo. Te empuja, como las manos de un dios furioso…

Y tú no entiendes nada. Hace tiempo que no eres dueño de tu vida. Tampoco eres imbécil, pues sabes que eres parte de un cadáver moribundo. La muerte te posee…
– ¡¡YO!! Revive…

Introspección I. Rebuscando en la basura

Introspección: extraña a la par que ambigua manía de andar rebuscando entre la basura que uno mismo acumula. ¿A qué huele? ¿Lo que huelo, realmente huele así? ¿Estoy oliendo la realidad de mi basura, o finalmente huele a lo que espero que huela? Son preguntas que siempre acaban acechándome cuando me sumerjo en semejante mar de mierda, no obstante, necesario a todas luces cuando me inunda la necesidad de intentar comprender mi caótico e inexplicable «estado».

Bien es sabido que el olor es uno de los estímulos más potentes para trasladarse rápidamente a un lugar y tiempo remotos. Así pues, comencé a indagar entre los desechos que aún conservaba de vivencias pasadas, desechos sobre los que hube de pasar con más o menos cuidado, en función del pestilente aroma que desprendiese su significado. Y es que, gracias al hediondo vapor que se coló en mi pituitaria prácticamente nada más comenzar mi viaje de autoinvestigación, tuve la suerte de encontrar un primer atisbo explicativo de mis males actuales: la certeza de una enfermedad, pasada y presente, que aún hoy se conecta con sus propios vestigios.

Después de más de un año y medio aquejada de un brutal, silencioso y latente mal físico, y sin obtener explicación alguna por parte de los médicos (más allá de remedios que tratan el síntoma, y no su causa), aún sigo preguntándome qué fue primero, si el huevo, o la gallina. ¿Los problemas mentales causan daños orgánicos? ¿O las enfermedades físicas generan males mentales? ¿Quizá ambas? ¿O es que ni siquiera existe eso que llamamos “físico”, por un lado y, “mental”, por otro? Aunque es esta una idea que tiendo a defender, sabía que ni mis propias convicciones, ni la disyuntiva entre la causalidad física, místico-mental o recíproca de mi estado, me iban a aportar información útil para poder ascender la montaña explicativa de mi situación. Lo único que quería conocer era la causa, el por qué, el origen de mis pestes… y la verdad es que al escribir esto, incluso, me siento estúpida por no haber comprendido desde el principio que ESO (EL por qué) no existe.

Así que decidí continuar mi empresa introspectiva buceando a un nivel de profundidad mayor al transitado hasta el momento. Olí aquí y allá, seguí todo rastro de basura y removí cada contenedor que encontraba a mi paso para obtener una muestra representativa de mi propio pasado. Así que acabé remontándome, a través del vertedero olfativo de mi cabeza, dos años atrás en el tiempo. Es curioso apreciar cómo, finalmente, toda nuestra vida parece resumirse en temporadas, como en las series de televisión. Miro atrás y solo puedo situarme a través de mí misma deteniéndome en pequeños periodos temporales, compactados, limitados y ajustados bajo etiquetas, como si fueran las categorías de un videoclub.

El caso es que llegué al punto (de no retorno) en el que se produjo un notable cambio en mi vida: lo había dejado con mi última pareja. Aquel momento, cómo no, la transición entre una temporada y otra, con la correspondiente renovación de personajes, giro argumental y nuevas perspectivas de futuro (así como de pasado), fue crucial para entender por qué a día de hoy mi nariz está saturada de mierda. Porque es la mala combinación de sustancias la que genera gases apestosos. Olores de descomposición. Olores que indican que algo no va bien.

Y una vez más… ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Hoy, y desde hace ya un tiempo, soy o quiero ser consciente de que mi ruptura estuvo justificada por mis ansias de cambio, de evolución, de no estabilidad, de renovación de mí misma. Por mis ansias de libertad, de futuro individual y colectivo. Por mis ganas de descubrir cosas nuevas, de poder elegir y hacer en cada momento lo que quisiera, sin tener la obligación (moral o emocional) de dar cuentas a nadie. Mi tiempo iba a ser solo mío, estaría a mi entera disposición. Quería estar sola, o eso creía; o eso creo. Quería estar sola, sola y bien. Pero esto es algo que solo hoy sé.

Los cambios nunca vienen solos y, menos, uno como aquel. Tras dos años de relación que, actualmente, percibo como al conejo que el mago saca de la chistera (nadie sabe de dónde cojones ha salido) y varios meses de caída libre en los que todo mi cuerpo pedía a voces algo que mi cerebro no alcanzaba a descifrar, acabé dando el paso final. Me lancé. Me atreví a tirar por la borda algo en lo que tanto esfuerzo había invertido voluntariamente. Me atreví a romper con la facilidad y la comodidad de la estabilidad; a rechazar el calor y la compañía cercana de alguien que me quería. Me atreví, pero no sabía cómo quería seguir. Y como el aprendiz que trabaja en sus primeras chapuzas, yo empecé a tratar con mi renovado futuro. A tratar muy torpemente. Desastrosamente.

La ruptura resultó ser fría, radical y desconcertante. No volví a saber nada del chico con el que había pasado los dos últimos años. No sabía si estaba bien, si estaba mal, si estaba. Yo le quería, o así lo sentía. Fue doloroso. Quizá lo encajé peor de lo debido. Supongo que no entendía cómo me sentía. Había sido mi elección, pero no sabía lo que quería. “No sabía lo que quería, pero sabía lo que no quería”. Definitivamente encajé todo peor de lo debido. De repente me encontraba ante un tiempo infinito que me obligaba a cambiar y crear hábitos. Elegí mal. Quizá elegí no elegir, que era lo más fácil. Siempre me ha gustado beber, y así pasaba mis fines de semana: etílica perdida, inconsciente. No sentía, no pensaba, no decidía. Tampoco hacía nada por hacer, por cambiar, por crear un nuevo horizonte hacia el que dirigirme. Me abandoné pasivamente a los placeres banales. Siempre he adorado los excesos puntuales, pero los excesos acabaron copando un año completo.

Ahora sé que el problema no fueron tanto los excesos como la pérdida de contacto con las aficiones que antaño me hicieron crecer, pensar, disfrutar y… ser quien ¿era?, ¿soy?, ¿fui? Abandono, dejadez, soledad, desesperación. No es de extrañar que con ésta tóxica pócima, ingerida de forma regular, se acumulase tal cantidad de mierda en mi interior. Parecía existir una sola dirección de salida de desperdicios: siempre circular y descendente. Mi vida parecía colarse por el desagüe del retrete, movida por esa fuerza circular que la imbuye hacia las alcantarillas.

No fue la ruptura, los excesos o la dejadez quienes causaron mi padecer. Fue la fatal combinación de cada uno de estos inofensivos aromas, cada paso dado después del anterior en la dirección equivocada, cada elección hecha y cada des-elección escogida, los que provocaron mi fatal devenir.

Dos años de vivencias que bien podrían compararse con una salida épica de desenfreno, sexo, drogas y nada de sueño durante 3 días. Mezclas extrañas, potentes, apetecibles al instante, aprovechables en el momento… despreciables al día siguiente. Dos años fugaces que están dejando la peor de las resacas en mi cuerpo y mi memoria. Dos años grabados a fuego en mi pituitaria, que aún huelen, que seguirán desprendiendo su apestoso olor y que me sumergen en un cenagal infinito, denso y complejo. Mi cuerpo está impregnado de su hedor; su hedor evoca a cada segundo sensaciones de mi pasado y mis pensamientos retroceden para situarme hoy, una vez más, en un lugar y tiempo de los que intento huir con todas mis fuerzas.

Pero estoy de resaca. No puedo moverme porque estoy destrozada. Me duele el pasado en el presente físico. Me vuelvo loca por una pizca de esa sustancia que me lleva a la felicidad, que no es otra cosa que el auto-compadecimiento por haber estado en la mierda tanto tiempo. Estoy de resaca, y parece que el mono victimista quiere que lo siga estando.

Depresión

Estaba destinada a vivir entre basura. Acostumbraba todos los días a deslizarse por las mismas calles de su barrio, a la misma hora y por la misma acera… no fuese a suceder algo inesperado que alterase su decadente estado de ánimo.

Adoptaba la volatilidad de una de esas esponjosas a la par que densas pelusas, que a veces se acumulan en las esquinas. Resulta curiosa la inmovilidad de que está dotada esta inerte sustancia, así como por el contrario, la agilidad que adquiere con un leve soplido. Esta misma naturaleza parecía caracterizar el movimiento de nuestra protagonista, lo que le permitía pasar desapercibida ante los demás con una facilidad pasmosa, a la par que mitigaba sus esfuerzos por desplazarse.

Se cruzaba siempre con los mismos personajes que adornaban y daban vida al retrato inmóvil que parecía constituir su propia existencia.

Marisa era una corpulenta mujer que hacía las veces de portera y señora de la limpieza en su edificio. Mantenía siempre en su rostro una compleja expresión, mezcla entre tristeza, desesperación, ira, asco y angustia, que lejos de provocar algún tipo de empatía o rechazo en la vecindad, generaba por el contrario una indiferencia infinita en sus miembros.

Nada más salir del portal, lo primero que llamaba la atención era el extraño hombre que permanecía sentado en el banco de enfrente. Vestido de forma harapienta y con una mueca de dolor, permanecía a la esperaba de su difunta mujer mientras hablaba con su recuerdo, constantemente apegado a la añoranza de una representación, de un suspiro, de una ilusión muerta.

Doblando la primera esquina a la izquierda y unos 150 metros más adelante, justo en el parque vallado que se encuentra a la altura de la boca de metro, estaba Paco. Genio matemático y ex-adicto a la heroína, acabó mendigando dignidad y un poco de afecto para alejarse, poco a poco, del orangután que antaño arruinó su salud mental y corporal.

Por último, atravesaba el «parque-hogar» de Paco para llegar a uno de los bares más antiguos y concurridos del barrio, punto estratégico de reunión para los parroquianos de la embriaguez, conocido como «El Pitilín». Si bien la clientela de este peculiar antro era más variada que el buffet libre asiático situado dos manzanas más allá, nuestra protagonista solía encontrarse siempre con los mismos vejetes, solteros, casados o viudos, que acudían a echar su mítica partida de Mus, Tute o Dominó. El recorrido terminaba en el mismo punto del que había partido, su casa, su refugio.

En realidad le gustaba el hedor que desprendía la monotonía de su aburrido devenir. Era la esencia de su naturaleza: la comodidad de la estabilidad, la seguridad que le proporciona el control sobre el tiempo, el espacio y los eventos, la despreocupación por superar nuevos retos, la facilidad de no vivir nada nuevo… En definitiva, solo quería hacer honor a su propio nombre, a su historia, al mito cultural que le había hecho nacer, crecer y reproducirse.

Ella era su propia enfermedad, su dolor y su incomprensión. Era el resultado de la creación social, el producto de un lenguaje, de un pensamiento. Ella era la reducción al absurdo, el concepto y la creencia que da por sentado que nuestra interpretación de la realidad ES LA REALIDAD.

Nada

Estoy pensando que últimamente no pienso nada. Bueno, nada de utilidad. O quizás piense demasiado. Pienso en hacer muchas cosas que no hago e, incluso, dejo de hacer cosas para pensar en hacer otras.

El tiempo discurre de pasado a presente, y de este al siguiente, sin que ocurra nada. Sin que yo piense nada, o nada que me sirva para empezar a pensar en algo útil. Pensar, pensar… demasiado tiempo para pensar.

Pienso en cómo estoy y en cómo no estoy. Pienso qué hice para llegar hasta aquí. Pienso qué hago ahora con mi vida, que es básicamente nada. Por eso pienso que no pienso. Y quiero pensar en hacer algo. Lo hago, pienso, pero sin resultado, porque lo que pienso, al final, no lo hago.

Sigue pasando el tiempo. Ahora me ha dado por escribir lo que pienso. Que es nada. Así que escribo acerca de nada. Que en realidad es el todo, porque nada es lo que me pasa; y el todo se reduce a esa nada.

Pienso qué siento y, de repente, no siento nada. Pienso que ya ni siento. Así que, definitivamente, ni pienso, ni siento, ni hago nada. Los días pasan no pensando, sintiendo, ni haciendo nada. Todos los días me pregunto qué será de mi mañana.

Y mañana llega, pero no pasa nada. Ayer, hoy y mañana son nada porque, en realidad, son solo tiempo. Tiempo en el que no pasa nada, porque el tiempo es una mentira inventada. El tiempo no mueve nada, ni cambia las cosas.

Así que, pensando qué haré mañana que, probablemente, sea nada, sigo pensando que no pienso nada. Porque no tengo objetivos ni ilusión por nada. Porque la decadencia y la soledad son parte del todo, ese todo conformado por la nada.

Puedo pensar en algo, que sería distinto de nada; pero mi motivación está aniquilada, arrasada y trastornada. No me apetece pensar en nada. Porque estoy cegada y no veo nada. Porque el mañana no existe, porque es una cosa inventada.

Pienso que oigo voces, voces que me gritan desde el futuro que no existe. “Ven, acércate”, me dicen. Pero son voces vacías para mí, voces de nada. Porque también pienso que oigo voces, voces que me gritan desde el presente: “No hay futuro”, me dicen, y son todo para mí.

Así que futuro es nada y presente, que ya ha pasado, es todo, que viene a reducirse a nada, porque no me deja avanzar hacia el futuro. Quizás es mi pasado el que no me deja ver y oír mi presente. Presente que ya es pasado y que reduce a nada mi futuro.

Pasado, presente y futuro son nada, porque son una mentira inventada.